En esta oportunidad, mi amigo Enrique Canifru es el autor de este escrito, nos quiso compartir una historia que pasa por varias etapas de su vida, he aquí:
Recuerdo con gran dificultad cuando era un amante de los perros y animales en general. Soñaba continuamente con poder tener una casa grande, con un gran patio y un pastor alemán adiestrado. Pero hasta ese momento tenía una pequeña casa, con un pequeño patio y un quiltro llamado León, que aunque no estaba adiestrado, yo sentía que podía llegar a entender mi vida.
Cada vez que tenía un problema, corría al patio y silbaba de una manera característica que hacía que casi por obra de un gran ilusionista apareciera León, mi gran perro negro con una pechera de pelos blancos. Ahí en un rincón del patio le contaba mis problemas y hablaba con el.
León tenía algunas características de adiestramiento bastante interesantes. Cada vez que yo decía con voz de sorpresa: ¡gato, gato, gato!
León se volvía loco buscando al gato imaginario que le señalaba.
Si yo le decía: ¡Arriba!
Se paraba en 2 patas y ponía sus otras 2 en mi pecho. Fue un muy buen compañero de mi infancia. Llegó a la casa cuando yo no alcanzaba a tener 1 año de edad y él tenía solo 6 meses, por lo tanto éramos de la misma generación. Vivió hasta los 14 años y fue y será uno de mis mejores recuerdos de la infancia.
Pero esta historia de perros está marcada por un gran hito en mi adolescencia. Un día fui a ver a la única abuela que tuve el placer de conocer. Ella vivía en una gran casona, con un patio inmenso y varios perros. Llegué a la puerta y llamé y llamé, pero nadie me abrió. Así que dije: voy a entrar…
Cuando entré comenzaron a ladrarme los perros, pero yo los llamé amablemente para que me reconocieran, pero uno de ellos no me reconoció y se lanzó sobre mí y me mordió el muslo. Aún puedo recordar con exactitud el miedo que sentí en ese momento.
Tan impactante para mí fue esta mala experiencia, que gobernó mi vida por mucho tiempo, pasó por encima de los buenos momentos con León, mi perro fiel.
Comenzó un largo tiempo de temor a todos los perros, y al parecer, este temor lo podían percibir los mismos canes, pues cada vez que me cruzaba con un perro, esté salía ladrándome y yo arrancando.
Viví momentos muy tristes en solitario cuando recordaba los sueños que yo tenía con los perros y el terror que hoy me producían. En mi mente aún inmadura, estos eran realmente conflictos importantes en mi vida.
Crecí con este temor, hasta que un día decidí enfrentarlo. A mitad de la calle donde se encontraba mi casa, existía un perro que parecía más bien una hiena. A mi juicio adolescente, era un perro del mismísimo diablo y que además de ser satánico quería a cualquier precio morderme y luego comerme vivo.
Para mí era terrible que me mandaran a comprar solo, porque tenía que enfrentarlo 2 veces. Cuando iba y cuando regresaba, fueron tiempos terribles.
Llegó el momento que dije: “Si Dios le dio al hombre la potestad sobre todo animal puesto en la tierra, esta hiena diabólica me va a tener que conocer y además conocerá la autoridad que tengo puesta por Dios”
Fue el día que esperé con ansias que me mandaran a comprar. Al escuchar el llamado para salir, la adrenalina de mi cuerpo recorría cada rincón de mi ser. Era el momento de acabar con este temor. Comencé a subir con cuidado, atento a cada ruido que podía ser el ataque cobarde de la satánica hiena. De pronto, al acercarme al lugar donde este animal me esperaba a diario, lo encontré mirándome fijamente con sus ojos rojos. Poniéndose de pie lentamente para preparar el ataque. Lo que este perro no sabía era que yo también estaba preparado para la batalla, así que seguí avanzando hasta llegar frente a frente a el. Su vista estaba en pleno contacto con la mía, el no se movía pero yo seguía avanzando. Cuando estuve solo a unos dos metros del animal, esté se abalanzó sobre mí de la misma forma en que alguna vez me había mordido el otro perro, pero esta vez yo estaba preparado y cuando va directamente a mi muslo izquierdo con sus feroces dientes, mi pierna derecha se pone rígida y le lanza una tremenda patada en su hocico. El cambio fue increíble, ese diabólico animal se convirtió en un cachorrito sometido a mi autoridad. Nunca más volvió si quiera a ladrarme y en el tiempo no nos hicimos amigos, pero sí que nos perdonamos creo yo, porque finalmente terminaba dándole pedacitos de pan cuando iba a la panadería y este, ahora, amable perro los recibía con temor y temblor.
Creo que durante algún tiempo mis oraciones a Dios se han basado en la queja, en un “ladrido” constante de lo que no me gusta vivir, y aunque en mi mente sé que Dios lo permite, mis emociones me llevan a “ladrar” en reiteradas oportunidades.
En ocasiones he dicho: “ya no más” Pero me ha durado lo que dura la emoción de estas palabras.
El domingo pasado fui a jugar fútbol como todos los domingos, pero a diferencia de los otros, ese día yo no había orado y tenía una queja constante en mi corazón.
Me preparé casi de la misma forma que siempre, comenzó el partido y por varios minutos logro olvidar todo lo que hace que yo simplemente ladre.
Estaba en pleno juego cuando recibo un pase que me lleva exigido al arco rival, en esas milésimas de segundos que uno tiene para pensar en qué hacer, sabía que si alcanzaba la pelota era un gol seguro, pero también veía al arquero como corría fuertemente para impedir la jugada. Llegamos casi al mismo tiempo al balón, cerré los ojos y pateé…
Sin darme cuenta, la pelota rebotó en el arquero y volvió con tal fuerza a mi boca que me dislocó la mandíbula y sentí en mi corazón una voz que me dijo: ¡Cierra la boca!
No pude comer en todo el día y el dolor fue tan grande que increíblemente, ese diabólico ladrido se convirtió en una suave voz de auxilio sometido a la autoridad de Dios.
Así como en la historia anterior, espero nunca más volver si quiera a ladrar y regresar al primer amor para recibir las bondades de Dios con temor y temblor.
Dios te Bendiga Cani!
No hay comentarios:
Publicar un comentario